“Cuando un hombre se mira en el espejo y reconoce en esa imagen a la de su padre, es porque está envejeciendo”, reflexiona el personaje de Florentino Aguiza en la novela El amor en tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez. Al contemplarse una mañana cualquiera, Florentino comprende que la muerte ha comenzado a rondarle de manera espectral, arrugando su rostro, enlenteciendo sus pasos y doblegándolo con enfermedades y pesares.
A medida que vamos envejeciendo, reconocemos que el paso del tiempo se materializa en nuestro cuerpo de una manera tan sutil como inclemente. La publicidad que ironiza con el pequeñín que te dice “señor” o “señora”, las primeras canas, la vista que comienza a fallar, la respiración que no siempre acompaña subiendo escaleras… Una seguidilla de señales nos hace tomar conciencia -y esto es cualidad exclusiva de la especie humana- de nuestro paulatino deterioro. El otro día un amigo lo resumía con una graciosa protesta: “Cada vez hago más abdominales, me cuestan más y se notan menos”.
Nos encontramos con construcciones culturales y sociales relacionadas con el paso del tiempo, como el valor que asociamos con la madurez, la experiencia y la capacidad reflexiva. Pero también con aquella que mi padre, ya en sus 85 años y con amarga ironía, denominaba “lidiar con la vejez”, que no es otra cosa que la inevitable convivencia con los síntomas de esa edad. Porque envejecer supone invertir más tiempo en atender cuestiones de la salud, algo que los varones de antes no hacían y ahora están comenzando a registrar.
¿Y antes de la vejez qué hay? En esta “sociedad paliativa” completamente anestesiada y negadora de la muerte, tal como la define el filósofo surcoreano Byun Chul Han, se impone una exigencia depredadora y voraz que nos alienta a producir de manera compulsiva y también a producirnos. Nos aturden con productos y ofertas estéticas que prometen agrandar músculos, demorar la pérdida de vitalidad sexual o lucir como de diez años menos a cambio de cápsulas, inyecciones periódicas y retoques quirúrgicos. Reclaman la espectacularización de nuestra existencia.
La imagen que conservamos de mamá o papá de cuando éramos pequeños, es la de adultos que orillaban los cuarenta o cincuenta años. La misma edad de Florentino, el personaje de García Márquez, y también el pasaje de la vida que muchos de nosotros estamos transitando. ¿Cómo lidiamos con este camino hacia la vejez? En el caso de los varones, tan acostumbrados a sobreactuar la fortaleza física, tal vez lo que más nos pese sea el deterioro de la salud corporal, porque directamente lo asociamos con la fragilidad masculina. Como si la identidad de varón duro y todo-lo-puede se viera amenazada ante la enfermedad.
Pero la verdad es que ante el espejo y en silencio, algo de lo real se presenta y nos provoca esa insoportabilidad. ¿Y si nos permitirnos deconstruir los condicionamientos estéticos hegemónicos y enfrentamos la angustia de nuestra finitud?. Si no nos detenemos a reflexionar sobre ellos:críticamente sucumbiremos ante el agobio de buscar aceptación a cualquier precio amigándonos con la siempre fría imagen que nos devuelve el espejo.
*Eduardo Marostica: Psicólogo y educador rosarino. Autor del libro Los príncipes azules destiñen – Supervivencia masculina en tiempos de deconstrucción (Galáctica Ediciones, 2023) y de la nouvelle juvenil El viaje de Camila y otros relatos (2020), declarada de interés municipal y provincial por el Concejo Municipal de Rosario y la Cámara de Diputados de Santa Fe, por el abordaje de la problemática ESI en su contenido.